Entonces doña Silveria me palmea el hombro, con energía, y me dice en forma de orden: ¡regrésate ya!
Despierto.
Siento mi cuerpo que flota en la cama.
Me siento feliz. En éxtasis.
La boca con un sabor tan dulce, tan ligerita, que me parecía que aún estaba soñando.
Me levanto de la cama, recorro la habitación a zancadas.
Pienso… ¿que me pasa?
A tan pocas horas de haber sepultado a mi amiga, a la que fue por casi 20 años como una madre, a tan pocas horas, yo estoy saltando de gozo en la habitación.
Siempre me duele algo, cuando no la cabeza, cuando no me siento cansada de los pies, cuando no la espalda.
Y en esos momentos… nada me duele, me siento ligera como una pluma.
Me siento feliz.
Le hablo a mi esposo con suavidad, hay cosas que no podemos ni debemos callar...
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